La “desprivatización”, término económico que hace referencia a la transferencia de propiedad del sector privado al sector público o a la gestión comunitaria, está estrechamente relacionada con la dinámica de los mercados. Etimológicamente, el término se compone de dos elementos: el prefijo “des-”, que indica negación, separación o inversión de una acción; y el sustantivo “privatización”, que a su vez se deriva del verbo “privatizar”. De acuerdo con el DLE de la RAE, la desprivatización es la acción y efecto de desprivatizar, y desprivatizar es convertir en pública una empresa privada o de propiedad anónima o limitada.
Como han señalado varios autores, la privatización de los sectores energéticos en América Latina ha sido un proceso continuo desde los años 90, beneficiando a grandes empresas transnacionales. El fenómeno se originó como respuesta a la crisis de deuda que afectó a varios países de la región en los años 80. En 1989, Estados Unidos lanzó un programa de reestructuración de deuda conocido como el Plan Brady, que condicionaba la normalización de las deudas de los países a la privatización de empresas estatales, incluidas las del sector energético. Este programa, en línea con las recomendaciones del Consenso de Washington (Energía y Equidad, 2020), impulsó procesos de desregulación, privatización y liberalización de los mercados, resultando en la privatización de múltiples servicios esenciales, incluyendo aquellos relacionados con la energía (Amigos de la Tierra América Latina y el Caribe et al., 2022).
Ciertos estudios han concluido que una característica fundamental del sistema energético mundial actual, también presente en América Latina, es la apropiación privada con fines de lucro de los bienes y servicios energéticos. Esta privatización ha llevado a la mercantilización de las cadenas energéticas en todas sus etapas (Bertinat, 2016; véase Desmercantilización).
Se ha señalado, además, que el modelo energético predominante, basado en economías rentistas dependientes de la extracción de hidrocarburos, ha transformado los bienes comunes energéticos en mercancías a lo largo de todas las etapas de las cadenas energéticas, mediante su apropiación y privatización. Este proceso ha generado una distribución desigual de las cargas y beneficios económicos, sociales y ambientales asociados a los sistemas energéticos (Energía y Equidad, 2020).
A partir de lo anterior, la privatización de los sistemas, mercados y servicios energéticos se ha identificado como un obstáculo para alcanzar una transición energética justa y democrática. Esto se debe a que dicha privatización obstaculiza la consideración y garantía de la energía como un derecho, restringe o limita el acceso a los servicios energéticos al encarecerlos y promueve un control cada vez menos participativo sobre la toma de decisiones en este ámbito (Amigos de la Tierra América Latina y el Caribe et al., 2022).
Por esta razón, algunas organizaciones sugieren que uno de los principios fundamentales de la TEJ sea la reversión de las privatizaciones y la interrupción de las que están en curso (Amigos de la Tierra América Latina y el Caribe et al., 2022). Este proceso, conocido como desprivatización, busca fortalecer diversas formas de lo público, lo participativo y lo democrático. Se basa en la imperativa necesidad de reducir la pobreza energética, disminuir el uso general de la energía y promover la desfosilización, descentralización y democratización de los sistemas energéticos. Además, la desprivatización implica cuestionar la lógica del lucro que tradicionalmente ha prevalecido sobre la satisfacción de las necesidades humanas (Cunha et al., 2021).
El ordenamiento jurídico colombiano no contiene disposiciones explícitas sobre la desprivatización. Por el contrario, nuestras normas han favorecido la privatización del sector minero-energético en todas sus actividades y etapas. Esto ha sucedido en relación con las actividades de explotación y producción de hidrocarburos y minerales, que se han privatizado a través del otorgamiento de contratos de concesión a los particulares (de acuerdo, entre otros, con el Código de Petróleos [Decreto 1056 de 1953] y el Código de Minas [Ley 685 de 2001]), y con la prestación de los servicios públicos de energía eléctrica y gas combustible.
El fundamento constitucional de esta posibilidad de privatización se encuentra en varias disposiciones de la CP. Estas disposiciones incluyen el artículo 80, que otorga al Estado el derecho a planificar el manejo y aprovechamiento de los recursos naturales para garantizar su desarrollo sostenible; el artículo 333, que consagra el derecho a la libre competencia económica y ordena al Estado impedir su obstrucción o restricción; el artículo 334, que establece que la dirección general de la economía está a cargo del Estado y le permite intervenir, por mandato de la ley, en la explotación de los recursos naturales y la prestación de los servicios públicos y privados; el artículo 360, que prevé el pago de regalías a favor del Estado por parte de quienes exploten recursos naturales no renovables e indica que la ley determinará las condiciones para la explotación de dichos recursos; y el artículo 365, el cual señala que los servicios públicos podrán ser prestados por el Estado, comunidades organizadas o particulares.
Sin embargo, estos artículos también contienen menciones importantes que podrían dar lugar a la desprivatización de sectores y servicios relacionados con la energía. Así, por ejemplo, el mismo artículo 365 indica que, al ser inherentes a la finalidad social del Estado, los servicios públicos pueden ser prestados por este o por comunidades organizadas, es decir, no solo por los particulares. También permite que el Estado decida reservarse determinadas actividades estratégicas o servicios públicos por razones de soberanía o interés social, siempre que se promulgue una ley en ese sentido, por iniciativa del Gobierno. En este caso, sin embargo, existiría un deber en cabeza del Estado de indemnizar “previa y plenamente” a las personas que pudieran quedar privadas del ejercicio de su respectiva actividad lícita, como la prestación de un servicio público energético.
A las disposiciones mencionadas se suma lo indicado por el artículo 333, en relación con el bien común como límite de la libertad económica y la iniciativa privada, y lo señalado por el artículo 58, sobre la función social de la propiedad y la prevalencia del interés público o social sobre los intereses privados, así como el deber del Estado de proteger y promover las formas asociativas y solidarias de propiedad.
Así, se concluye que bajo nuestra CP el Gobierno nacional (rama ejecutiva del poder público) podría proponer proyectos de ley para la desprivatización de servicios o actividades relacionadas con la energía y el legislador tendría la facultad constitucional de tramitar tales iniciativas para convertirlas en leyes de la república.
La CC ha entendido la privatización como “un fenómeno jurídico que consiste en que un patrimonio de naturaleza pública, es enajenado a particulares, de tal manera que se trueca en privado” y ha indicado que “la privatización comporta un cambio en la titularidad de ese patrimonio, que siendo estatal, pasa a manos de los particulares” (Sentencia C- 644 de 2011). Esta definición permite comprender cómo se han privatizado actividades como la explotación de hidrocarburos, a través del otorgamiento de contratos de concesión que confieren a los concesionarios derechos exclusivos sobre un área o perímetro determinado, aun cuando el propietario del subsuelo y de los recursos naturales no renovables (por ejemplo, el petróleo y el gas) sea el Estado, según el artículo 332 de la CP.
Sin embargo, la CC también ha reconocido que, en ejercicio de sus facultades constitucionales, el Estado puede incluso ir más lejos y, en lugar de crear empresas que compitan con los particulares, crear monopolios o reservarse actividades o servicios. La CC menciona que esto ha sucedido en el caso del monopolio estatal sobre los juegos de suerte y azar y sobre los licores, sin perjuicio de que puedan establecerse otros monopolios como arbitrios rentísticos, con una finalidad de interés público o social y en virtud de una ley. En últimas, la CC ha reconocido que la CP menciona expresamente la posibilidad de que, por iniciativa del Gobierno, el Estado se reserve la prestación de determinados servicios públicos o actividades rentísticas (Sentencia C-150 de 2003).
Es relevante mencionar que el artículo 60 de la CP ordena dar preferencia a trabajadores y organizaciones solidarias en procesos de privatización de empresas públicas, esto es, aquellos en los que la propiedad pública pasa al dominio privado (Sentencia C-241 de 2020). Esto se relaciona directamente con la democratización.
En relación con los servicios públicos, la expedición de las leyes 142 y 143 de 1994 abrió expresamente el camino a la privatización. Estas leyes permitieron que empresas privadas prestaran servicios públicos como los de electricidad y gas combustible, relevando al Estado de su rol anterior como prestador. En este contexto, los roles del Estado se convirtieron en los propios de un garante, conservando la responsabilidad por la prestación universal y eficiente, y teniendo distintos mecanismos de intervención. Sin embargo, en esencia, se ha producido una clara privatización de los servicios públicos en Colombia.
Sobre esto, el Consejo de Estado ha indicado que las reformas legales del año 1994 (leyes 142 y 143), en desarrollo del modelo económico constitucional, comportaron la sustitución del “viejo esquema” de prestación de los servicios públicos domiciliarios en Colombia por un modelo de mercado en competencia, “dentro de un modelo neocapitalista, propio de una economía social de mercado”, que concentró en el Estado, en su condición de director general de la economía, las atribuciones de regulación y control.
El Consejo de Estado ha concluido que nuestro ordenamiento jurídico “garantiza la apertura de los mercados, impulsa la participación privada en la gestión de los mismos e, incluso, se despoja de sus prerrogativas para competir con los particulares”, y que
El renovado interés de los particulares para participar en la prestación de los servicios públicos, apoyado por legislaciones más flexibles y conscientes de la importancia del soporte del sector privado en el quehacer público, ha procurado la formación tanto de modelos de ‘privatización’ del servicio público —extremo de la intervención privada en las actividades que eran consideradas exclusivas de Estado—, como alternativas de asociación o colaboración. (CREG, 2014)
Finalmente, la desprivatización es relevante en el contexto de la TEJ porque permite migrar de los esquemas de apropiación privada, con fines de lucro, a esquemas públicos o de apropiación colectiva o comunitaria, que estén basados primordialmente en la satisfacción de necesidades humanas y transformen así el sistema energético. La desprivatización puede situar el foco de los sistemas energéticos en el interés público o social y se relaciona también con otros pilares de la TEJ como la desconcentración y la democratización.