El “extractivismo” es la explotación de grandes cantidades de recursos naturales, exportados como materias primas (Wagner, 2024). Esta práctica se traduce en economías localizadas (v. g., pozos petroleros o minas) o en economías extendidas (v. g., el monocultivo de soja o palma).
Así, el extractivismo requiere grandes inversiones de capital, por lo general provenientes de corporaciones transnacionales, y ocupa intensivamente el territorio, desplazando otras formas de producción locales y regionales, con impactos negativos en las relaciones socioecológicas (Gudynas, 2015).
En América Latina, el extractivismo empezó a manifestarse y expandirse durante la conquista. El énfasis en la acumulación de recursos hizo que algunas regiones se especializaran en la extracción y producción de materias primas, mientras que otras se dedicaron a la manufactura (véase Reindustrialización). Esto redujo los roles de los países a meros exportadores de recursos naturales mercantilizados (véase Desmercantilización), mientras que los importadores se beneficiaban de estos insumos (Instituto de Democracia y Derechos Humanos, 2015).
Hoy en día, el extractivismo contiene actividades como la megaminería a cielo abierto, la expansión de la frontera petrolera y energética (incluyendo la explotación de hidrocarburos en yacimientos no convencionales, ya sea costa afuera o mediante técnicas altamente nocivas, como el fracking), la construcción de grandes represas hidroeléctricas, la expansión de la frontera pesquera y forestal, el modelo de agronegocios tanto para alimentos como para energía y, recientemente, el despliegue de grandes parques eólicos y solares.
Para tener en cuenta
En la amplia experiencia global frente a este fenómeno, se han identificado dos tipos de modelos extractivistas:
Clásico: se asocia a gobiernos conservadores, con un rol dominante de empresas transnacionales. Prospera en la desregulación y el descontrol por parte del Estado, con débiles o nulos mecanismos de participación. Espera que los beneficios del crecimiento económico se distribuyan en cascada hacia la sociedad, pero en la práctica los resultados suelen ser contrarios. Toda crítica a esto se minimiza o reprime (Portillo, 2014).
Neoextractivismo progresista: enfoque más intervencionista, con un Estado más involucrado que interviene de modo directo a través de empresas públicas o de manera indirecta mediante subsidios y apoyo en infraestructura. Este modelo sigue las directrices del capitalismo, priorizando la competitividad, eficiencia y maximización de ganancias, mientras externaliza los costos sociales y ambientales. Las corporaciones transnacionales continúan operando y siendo preponderantes, a pesar de participar bajo nuevas modalidades de asociación (Ulloa y Coronado, 2016).
En Colombia, el extractivismo es una realidad dominante en diversos territorios. Uno de los factores que lo han habilitado es la captura del Estado en un contexto de conflicto social y armado en regiones con profundas desigualdades y violencia estructural. La intervención de empresas y élites económicas en las decisiones institucionales ha mantenido la impunidad en la violación de derechos humanos y el incumplimiento de obligaciones ambientales, ocultando los verdaderos efectos del extractivismo y facilitando su aumento destructivo en diversas áreas del país (Vargas Valencia et al., 2023).
Otro de los factores que han habilitado la perpetuación del extractivismo en Colombia tiene que ver con la tensión existente entre el modelo económico (capitalista) y el fin social y ecológico de la propiedad bajo la CP. Como resultado de esta tensión, tradicionalmente se ha privilegiado la generación de recursos económicos a través de proyectos extractivos por sobre los derechos de los ciudadanos, las comunidades y la propia naturaleza.
Esta tensión, por su parte, se ha derivado de la presión ejercida por los grupos que ejercen la captura del Estado de facto, con el propósito de evitar el alcance de los fines esenciales consagrados en nuestra CP. Entre las prácticas más utilizadas por estos grupos se encuentran el lobby o cabildeo, la puerta giratoria, los centros de pensamiento empresariales, las asociaciones gremiales, la cooptación territorial, la violencia y los nexos con grupos armados, entre otros. En la actualidad, Colombia no cuenta con normas que regulen el lobby, en especial de los grupos económicos más poderosos (Yanguas-Parra et al., 2021).
En la historia de Colombia, el Gobierno de Andrés Pastrana inició la campaña más agresiva para consolidar al país como uno extractivista. Durante su presidencia se expidió el Código de Minas (Ley 685 de 2001), favoreciendo la explotación de minerales por parte de empresas transnacionales y extranjeras. Luego, durante los dos periodos presidenciales consecutivos de Álvaro Uribe (2002-2010), se consolidaron la institucionalidad y la arquitectura jurídica en las que se sustentó el auge del modelo extractivista, acompañado de un incremento en la violencia, ya que se comprobaron diversos nexos entre grupos armados y empresas (Osorio, 2023).
Después, en el Gobierno de Juan Manuel Santos se fomentó la llamada “locomotora minero-energética”, promovida con el objetivo de reactivar la explotación de materias primas, contraviniendo las apuestas por una Constitución Ecológica. Esto derivó en conflictos y violencias de diversa naturaleza entre municipios y departamentos, entre los derechos de los propietarios del suelo y las concesiones de explotación de recursos en subsuelo, y entre grupos armados y el Estado (Wagner, 2024).
Los gobiernos posteriores continuaron esta tendencia extractivista, aunque con enfoques dirigidos hacia la “transición energética”. Durante el Gobierno de Iván Duque, por ejemplo, se gestaron políticas como el CONPES 4075 (mal llamado de “transición energética”), que perpetúan el modelo extractivista fósil y no suponen una verdadera transformación de nuestro sistema minero-energético.
Por su parte, el Congreso de la República ha ignorado los llamados de la rama judicial del poder público a garantizar efectivamente el derecho a la participación de los ciudadanos y las comunidades en el contexto extractivo. De esta manera, a pesar de que la CC ha proferido varias decisiones (como la Sentencia SU-095 de 2018) instando al legislador a expedir normas en la materia, en cumplimiento de sus deberes bajo la CC, este sigue sin atender dichos llamados, en contravención a la CP.
En respuesta al extractivismo, han surgido alternativas socioecológicas como una forma de oposición. Maristella Svampa, por ejemplo, identifica diversas perspectivas críticas para resistir a este modelo:
Ambiental integral: se vincula a la sostenibilidad fuerte y el posdesarrollo.
Indigenista: se centra en el buen vivir.
Ecofeminista: se asocia a la ética del cuidado y la despatriarcalización.
Ecoterritorial: se vincula a los movimientos sociales. Critica el “maldesarrollo” y defiende los bienes comunes (Nikolajczuk, 2016).